Cuando la hija del sacerdote de Vindagnyr nació bajo este árbol blanco,
el reino de la verde montaña se llenó de alegría cuando recibió su bendición.
La bendición de Sal Vindagnyr duraría por toda la eternidad,
igual que el árbol plateado cuyas raíces atravesaban la tierra.
O eso era lo que esperaban los historiadores que escribieron los anales de ese reino montañoso.
Quienes habían registrado las historias de miles de personas y eventos lo creían de corazón:
La belleza y el talento de su princesa serían tan eternos y puros como la luna.
Cuando el pilar que congeló el mundo descendió de repente,
incluso ese árbol se hizo pedazos.
La joven tomó la rama más completa
con la intención de inspirar nueva vida al árbol que daba sombra a una nación.
Pero, al final, el esqueje no floreció.
La afilada ventisca acabó tapando la luna...
Mucho tiempo después, pero todavía hace mucho,
cuando el combate a muerte entre el dragón de la oscuridad y el del viento tuvo por fin un resultado,
y la sangre tiñó de rojo el blanquecino valle,
el árbol finalmente recordó que no había muerto con la ciudad sepultada
y extendió sus raíces codiciosas hacia el icor cálido que irrigaba la tierra.
Cuando, en un descuido, cierta persona derramó sobre él la esencia escarlata,
el árbol que debería haber muerto recordó su pasado.
Reunió todas sus fuerzas y dio fruto...
Aquellos a quienes cobijé con mi sombra, los sacerdotes que oraron por mí,
la joven que pintaba mi efigie tan a menudo...
Este fruto se compone de toda la felicidad que no pudieron disfrutar.
Aquel que pueda otorgar un reconocimiento a este mundo envenenado
llevará mi fruto inocente y amargo mientras imparte justicia.