Si preguntas tanto dentro como fuera de la Villa Gandharva, solo escucharás a la gente elogiar a esta guardabosques en prácticas con frases como "le encanta ayudar a los demás", "es una persona buena y alegre", "es hospitalaria y amable".
Mientras su salud se lo permita, e independientemente de lo ocupada que esté con sus estudios, Collei siempre cumple con su trabajo de guardabosques. Es más, siempre está dispuesta a echar una mano a todo el mundo.
Sin embargo, la apasionada y enérgica Collei tiene un pasado y unas preocupaciones de los que no quiere que la gente se entere.
Si te encuentras en el bosque donde ella suele patrullar con una cavidad arbórea llena de notas extrañas o con alguien murmurando en las cercanías, sea lo que sea que viste o escuchaste, será mejor que evites esa ruta y te lo tomes como una broma de los aranara.
Al fin y al cabo, hay cosas que solo se le pueden contar a una cavidad arbórea. Al menos de momento.

Si partimos de que la escritura es la base del conocimiento, entonces no cabe duda de que, para perseguir dicho conocimiento, necesitas saber leer. En este aspecto, Collei solo acababa de llegar a los pies de la colosal montaña del conocimiento.
Cuando llegó a la Villa Gandharva, hasta el elocuente y claro Tignari tenía dudas sobre ella, por lo que le preguntó una y otra vez al Gran Juez si la guardabosques se había equivocado de sitio, ya que en los planes de Tignari no entraba dar clases de parvulario.
Tras varios contratiempos, Collei por fin consiguió convertirse en discípula de Tignari, quien le buscó toda clase de libros para que mejorara su nivel de lectura y, de esa forma, aprendiera muchas palabras nuevas.
Quitando los libros con los que los niños de todo Teyvat aprenden a leer y los artículos académicos que le daban tanto dolor de cabeza, lo que más le gustaba leer a Collei eran los libros ilustrados infantiles de Mondstadt.
¿La razón? Obviamente, que estos libros tenían poca letra y muchos dibujos, así que, si no entendía lo que se narraba, podía adivinarlo mirando las ilustraciones.
No obstante, no había forma de ponerse al día si solo leía cuentos infantiles, así que, cuando ya sabía leer un poco mejor, Collei empezó a buscar material de lectura adicional.
Uno de los muchos transeúntes que pasaban por el Bosque Avidya le contó que en Inazuma existe un tipo de libro llamado “novela ligera” que era más fácil de entender que las tesis académicas y tenía menos ilustraciones que los cuentos infantiles, por lo que podía ser muy buena opción para ella.
Y además, le dijeron que las historias de las novelas ligeras son tan interesantes que uno no puede dejar de leer en cuanto empieza; tanto es así que la gente hasta trasnocha para poder terminar el libro.
Para Collei, que necesitaba muchos ánimos para poder seguir leyendo, esto era algo que valía la pena probar.
Un día, tras terminar de patrullar por el bosque, volvió encantada a su cuarto con un ejemplar de la obra «El espíritu marcial». Estaba impaciente por encender su lamparita y leer toda la noche. Y, efectivamente, así fue.
“¡El poder oculto!”, “un arrogante vengador”, “sería mejor que te alejaras de mí”, “¡no estoy destinado a ser bendecido por los dioses!”…
Collei estuvo toda la noche con la cabeza bajo las sábanas dándole vueltas a lo que había leído, sin poder dejar de pensar en aquellas palabras.
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En Teyvat hay un dicho de orígenes ahora desconocidos y usado principalmente para describir una situación vergonzosa y complicada:
“Hueco del árbol, trágame”.
Una vez, Collei estaba paseando por el bosque mientras repetía algunas frases que acababa de aprender en algún libro.
Antes de regresar a Sumeru, le prometió a una amiga que aprendería la maravillosa profesión de la medicina para curar a aquellas personas que, igual que ella, sufrían por enfermedad o estaban en situaciones muy complicadas.
Sin embargo, las promesas se pueden hacer en el fervor del momento, pero para cumplirlas se necesitan muchos años de trabajo. De hecho, Collei sintió nuevamente la barrera que hay entre la realidad y las expectativas en un examen que acababa de terminar.
“Esto… no puedo contárselo a Amber”.
Es más, aunque hubiera querido escribirle una carta para contárselo, le tendría que haber pedido a su maestro que la escribiera por ella. Ciertamente, era algo que le podía contar a una amiga para desahogarse, pero ¿cómo iba a contarle todas esas excusas a su profesor?
De casualidad, en su ruta de patrulla por el bosque se encontró con una cavidad arbórea tan grande como una persona. Era tal la casualidad que parecía como si los dioses hubieran escuchado sus quejas.
“No, no puedo hacerlo. Es cierto que en los cuentos infantiles se habla de que los aranara pueden escucharte, pero ya no soy una niña. Humm, aunque la verdad es que no hay nadie por aquí cerca”…
Antes de darse cuenta, Collei ya se encontraba metida en el hueco del árbol en cuclillas y con las manos cubriéndose la cabeza.
Debido a lo oscuro que estaba, sentía como si estuviera dentro de una robusta fortaleza en la que el estrés del mundo real no tenía cabida.
Collei es una persona introvertida y le cuesta formar vínculos con otros. Aunque quiere ser tan alegre como Amber, le cuesta no darle importancia a sus dificultades y su sentimiento de soledad.
Le contó muchas cosas al hueco del árbol y, gracias a ello, pudo desahogarse de toda la presión que había acumulado antes de volver a Sumeru.
“¿Otra vez ha ido Collei a patrullar por esa zona?”.
Unos días después, Tignari observó la ruta por la que Collei había estado patrullando últimamente, luego miró su hoja de examen, cuya nota había mejorado con respecto a anteriores pruebas, y pensó:
“¿Es que ha encontrado dentro de un árbol el método para mejorar sus notas? Bueno, no importa, le diré a los demás guardabosques que vayan por otro ruta para no molestarla”.
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Obviando los exámenes escritos, las notas de Collei son bastante buenas, sobre todo en lo que a sobrevivir en la naturaleza se refiere.
En la selva de Sumeru no faltan peligros como sustancias venenosas y feroces bestias, así como otras cosas repentinas complicadas de prevenir, por lo que, para ser un buen guardabosques, hay que estar muy bien preparado.
Sin embargo, Collei tiene mucha experiencia en esto. Si bien ha adquirido los conocimientos teóricos un poco más tarde y las notas de sus exámenes no son tan buenas como las de sus compañeros, el fuerte de Collei es la práctica y su pensamiento innovador.
Por ejemplo, ata sus botas con plantas espinosas para mejorar la tracción y utiliza el líquido derramado por hongos venenosos aplastados como trampa para animales.
Gracias a estas ideas, puede ir y volver de la selva sana y salva, así como rescatar a los desafortunados que se pierden en ella, a los que confunden especies venenosas con comida o a los que han sido heridos por algún animal.
Todas las personas a las que ha salvado se han sorprendido enormemente por sus increíbles habilidades de supervivencia, y se han conmovido por su bondad y entusiasmo.
Da igual si hay algún peligro cerca o si le falta comida, Collei siempre trata a todo el mundo con calidez y respeto, incluso cuando trata con gente que ha perdido los nervios o que está al borde de la histeria.
No le importa estar llena de heridas o pasar hambre con tal de ayudar a los demás.
Lo único que la gente no entiende de ella son sus “recetas” para calmar el hambre en momentos críticos, ya que, con que sirva para reponer energías, todo le sirve: huesos triturados de duraznolivas, luciérnagas…
Al encontrarse con esta guardabosques en prácticas, la gente no puede evitar sentir curiosidad por su pasado.
¿Qué cosas habrá tenido que vivir esta joven tan pura e inocente para considerar la salvaje naturaleza como su casa?
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Antes de volver a Sumeru, Collei estuvo mucho tiempo deambulando por el mundo.
La diferencia entre deambular y viajar está en que, en el caso de lo primero, sabes cuál es el comienzo, pero no el final.
Su deambular empezó con el incendio de unas ruinas, o tal vez incluso antes, cuando contrajo una horrible enfermedad que más tarde se convertiría en una pesadilla que la atormentaría.
Los compañeros que huyeron de las ruinas con ella o bien se perdieron en medio de las abominables tormentas de arena, o bien fueron atormentados por la corrosión de los restos de los dioses caídos.
Enfermos y malditos, no tenían adonde ir y solo podían buscar ayuda en la solitaria selva y la naturaleza.
Esta última es benévola y, al mismo tiempo, despiadada, así que, aunque nunca se negaría a ofrecer su gracia a unas personas enfermas, tampoco las ayudaría solo porque se lo pidieran.
Así, cada vez fueron cayendo más compañeros de Collei, y esto le sirvió como enseñanza para aprender a luchar y a sobrevivir en entornos peligrosos.
Con la caída de su último compañero, Collei aprendió a no volver a extenderle la mano a nadie.
En ese entonces, ambos estaban pasando por un precipicio mientras huían desesperadamente del incesante rugido de las bestias.
Debido a que el camino era muy estrecho o a otra razón desconocida, Collei chocó contra su último compañero y se cayó del camino de la montaña.
Por suerte, logró agarrarse a una fina rama que crecía en el precipicio, y entonces extendió la otra mano mientras gritaba socorro.
Su compañero le lanzó una mirada sospechosa y, después, huyó sin vacilación.
Pero no pudo huir muy lejos, pues el rugido de las bestias era mucho más veloz que el de sus pasos, como un silbido que se escucha de pasada. Así pues, las bestias estaban tan ocupadas con su instinto de depredador que ni siquiera se fijaron en Collei, que se estremecía de miedo.
Collei se agarró con fuerza a aquella rama que podía romperse en cualquier momento hasta que no se escuchó ningún ruido.
Por fin, tanto el rugido de las bestias como los alaridos de su compañero se desvanecieron en la lejanía.
Aun así, Collei no podía odiarlo. Había huido junto a ella y, si hubiera estado en su posición, quizás también habría hecho lo mismo.
En ese momento, en la cabeza de Collei solo había un pensamiento:
“Ya sea salvando a alguien o pidiendo auxilio, nunca más volveré a extenderle la mano a nadie”.
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Collei volvió a extenderle la mano a alguien durante uno de los Ludi Harpastum de Mondstadt.
La ciudad estaba bellamente decorada y en las calles rebosaba el jolgorio. Caía la noche y el ambiente resultaba embriagador.
Una chica parlanchina vestida de rojo ardiente le tomó de la mano, dejando atrás una estrecha caja de madera, y la arrastró hasta la multitud.
Todo el mundo competía en juegos un tanto infantiles, como el lanzamiento de aros o los disparos con tirachinas, mientras aplaudían y aclamaban de alegría.
Por un momento, Collei no entendía muy bien lo que pasaba. Por muy bien que jugaran a esos juegos, ¿servirían para cazar comida fuera de la ciudad?
Aun así, su compañera también se unió apasionadamente a aquellos juegos, y cada vez que ganaba, gritaba y saltaba de alegría. Es más, hasta repartió entre los niños los premios de sus victorias.
Collei seguía sin entender nada. ¿Por qué alguien participaría en esos juegos si no era por los premios? ¿Acaso era por diversión?
Así pues, se escabuyó hasta un rinconcito, sacó un tirachinas y se dispuso a probar sus habilidades. De diez disparos, ¡acertó uno en el borde de la diana!
“¡Acerté!”, exclamó Collei emocionada. Después, se volteó y gritó: “¡Eh! Mira lo que…”.
Entonces se dio cuenta de que había jugado tanto tiempo al juego del tirachinas que la chica de rojo ya se había marchado.
En los días posteriores, Collei no dejó de practicar, y también se familiarizó con el sonido del tiro con arco y los dardos. Practicó y practicó hasta que, de diez disparos, rara vez fallaba alguno.
Ahora, cada vez que tensa la cuerda de su arco, Collei siempre recuerda la emoción que sintió aquella noche la primera vez que acertó a la diana, así como la calidez de la mano de aquella chica de rojo cuando la arrastró hasta la multitud.
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Crecer es superar a tu yo inmaduro del pasado.
Collei suele ayudar a los niños de la Villa Gandharva a arreglar sus juguetes, y sus compañeros guardabosques también le piden ayuda para remendar la ropa que se les rasga con las ramas de los árboles.
Sin embargo, Collei no siempre ha sido buena con los trabajos manuales. Al contrario, la primera vez que tuvo que coser algo, la situación se le fue de las manos.
Collei estaba a punto de irse de Mondstadt, pero antes quería darle a Lisa una ropa que había remendado para que ella, a su vez, se la diera a Amber, la dueña original.
Ciertamente la había remendado, pero con bastantes hilos sueltos por toda la prenda, así que quien la vistiera no querría mostrársela a nadie más.
No sabía si Lisa se reiría de ella o la criticaría, pero, inesperadamente, tomó las manos de Collei, quien las tenía escondidas tras la espalda, y vendó sus heridas.
Ni siquiera se sorprendió lo más mínimo por las heridas que se había hecho en las yemas de los dedos, y solo dijo: “Parece como si hubieras estado toda la noche jugando con una pelota de gancho de lobo.
Será mejor que no te pongas tan nerviosa cuando estés estudiando en Sumeru, querida Collei”, dijo Lisa entre risas. Y añadió: “Hay una primera vez para todo, pero solo crecerás como persona si consigues adaptarte a las dificultades en cuanto se presenten”.
Collei no pudo evitar sonrojarse, pues aún no sabía muy bien cómo aceptar la bondad cuando venía de otras personas.
Sin embargo, aún era una niña, y todos los niños crecen, igual que todos los niños que no esperan nada del mundo vuelven a recobrar la esperanza algún día o aquellos que no son buenos con el arco aprenden a disparar con la práctica.
De igual modo, los niños que más heridas tienen son los que, al crecer, acaban convirtiéndose en los modelos a seguir para otros debido a sus habilidades.
Una vez, los dicharacheros niños de la Villa Gandharva se reunieron alrededor de Collei con los ojos iluminados de admiración.
“¡Qué hábil eres, Collei! ¡Y qué gato tan lindo!”, “Collei, ¿cómo se llama tu gato?”.
Con una expresión de orgullo que rara vez mostraba, Collei alzó el muñeco-gato que confeccionó con tanto esmero y que tan bien le había quedado y dijo:
“Se llama… ¡Colleámbar!”.
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Aquel día llovía a cántaros, y los desprendimientos de rocas y el limo traído por los ríos obstruían el paso a Collei en su camino de vuelta a casa.
La guardabosques prendió una hoguera a los pies de un precipicio para que la niña que estaba con ella entrara en calor y dejara de tiritar.
El valle en el que estaban se encontraba, al menos, a un día de viaje de su área de patrullaje de siempre. Si hubiera estado sola, no le habría importado mojarse con la lluvia con tal de regresar.
Pero en ese momento, Collei todavía no era capaz de hacer muchas cosas, y menos aún mientras iba con una niña que llevaba horas perdida en la selva y que tenía hambre y frío.
La pobre chica tenía la cara pálida, la frente ardiendo y no dejaba de murmurar “mamá”.
Collei recordaba muy bien a la madre de la niña. Un día, llegó a la Villa Gandharva muy angustiada y pidiendo ayuda. La forma en la que miró a Collei le resultó muy familiar: era una mirada en la que se podía leer el pensamiento de “me da igual sufrir si es por el bien de mi hija”.
Aquel día, madre e hija habían viajado junto a una caravana para atravesar el valle. Al acampar, la hija se puso a correr y, accidentalmente, entró en la selva. Cuando se dieron cuenta en la caravana, todos empezaron a buscarla, pero no consiguieron dar con ella.
Desesperanzada, la madre no tenía otra opción que volver a la Villa Gandharva para pedir ayuda.
Justo en ese momento, Tignari estaba en la ciudad con los guardabosques más veteranos debido a un asunto de trabajo, por lo que Collei no podía esperar hasta que su maestro llegara, y tampoco podía depender de los perros rastreadores debido a la fuerte lluvia que caía.
Así pues, agarró su mochila y su arco y se dispuso a adentrarse sola en la selva.
A medida que lo hacía, escuchaba cada vez más cerca los rugidos de las bestias, ocultos entre los truenos y el golpeteo de la lluvia.
Ante esta situación, Collei no pudo evitar pensar en ciertos sucesos negativos del pasado, de modo que aquello a lo que menos se quería enfrentar le vino repentinamente a la cabeza.
La lluvia había cesado y, por fin, Tignari recibió la noticia de lo que había ocurrido, por lo que, sin descanso, se dirigió hacia la selva.
En los pies de aquel precipicio se encontró con muchos rastros de pelea, y a lo lejos divisó a unos monstruos caídos y a Collei y la niña durmiendo plácidamente sobre los hombros de la una y la otra.
Tignari estaba muy angustiado. Sabía que Collei aún no tenía las habilidades necesarias para haber hecho todo eso, a menos que hubiera utilizado algún poder que no debía.
Era lo peor que podía haber hecho, ya que ello agravaría el estado de su enfermedad. Así pues, Tignari debía contactar con el Gran Juez.
Los pasos de Tignari despertaron a Collei, que enseguida se puso en posición de ataque y le dijo a su maestro que hablara más bajito para no despertar a la pequeña.
Tignari miró a Collei con mucha preocupación y le dijo: “Collei, ¿acaso has…?”.
Ella negó con la cabeza, alzó una mano y, tras mantenerla toda la noche cerrada, la abrió.
“¡Maestro, mire! ¡Me he vuelto más fuerte! Ya nunca más tiraré por la borda el esfuerzo de los demás. A partir de hoy, ¡yo me encargo de proteger a todos!”.
Y así, una radiante Visión centelleó en la mano de Collei.
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