Érase una vez, ella bailó con las tres hermanas de la radiante luna sobre las dunas argénteas.
En el momento en el que las sombras se extendieron por la tierra, sangre y lágrimas se fundieron para formar un vergel colmado de manantiales.
La Reina de las Flores se sintió afligida, y la amalgama de su llanto dio lugar a una ciudad de zafiro.
Bajo aquellas cúpulas zafíreas, los tignarios se erigieron orgullosos y legaron su conocimiento generación tras generación.
Muchos afirman que Tulaytulah, la ciudad-estado de los tignarios, era sin duda alguna la joya de la corona de la Reina de las Flores.
Durante aquella época dorada, el nacarado rostro de la luna brillaba con el cálido resplandor del ámbar.
En los jardines florecían orquídeas padishá de oníricos pigmentos malvas, mientras que las henchidas granadas entonaban sus cánticos.
Los canales discurrían en una celosía rutilante que nunca se veía oscurecida por tormentas de arena, ni siquiera en el ocaso de los dioses.
“Xifos, noble exiliado, amado mío…
Xifos, espada de Tulaytulah, favorito de las genios…
Que el velo de la luna te traiga paz. La danza de esta noche es solo para ti.
Mañana debo partir, pues los sabios ya me vendieron a la corte real de Badanah.
No puedo olvidar que sus antepasados destruyeron mi tierra natal y esclavizaron a mi gente.
Iré a servir al odiado enemigo, para bailarles, dedicarles almibaradas palabras e infiltrarme entre ellos como el viento nocturno.
Xifos, amado mío, esta noche el firmamento y los nenúfares solo te pertenecen a ti.
Xifos, amado mío, aunque solo sea esta noche, no te olvides de mi nombre”.
Con el fin de congraciarse con el rey vasallo, ya en declive, los sabios de Tulaytulah le enviaban toda clase de tributos.
Y Májaira, una de las bailarinas cortesanas incluida en la lista, tuvo que despedirse de su amante de ojos dorados.
Las historias que sucedieron después fueron transmitidas por demasiadas lenguas y desmemoriadas por demasiadas mentes.
Májaira logró su venganza y provocó la caída del soberbio reino desértico.
Pero el mordisco de una víbora acabó con su vida y se sumergió en un sueño eterno bajo la pesada mortaja de las arenas doradas.
Xifos ganó renombre entre sus iguales, pero murió trágicamente protegiendo a los nobles que recelaban de él.
La espada de Tulaytulah cayó abatida a manos de otro príncipe exiliado y despojado de honor y de esperanza.
Un príncipe cuyo exilio fue causado por esa bailarina con corazón de víbora, la hija de una genio.
Bondadosos o malvados, al final todo el mundo fue aplastado por la rueda del destino.
Y así, la Ciudad de los Zafiros perdió su color y se derrumbó, como lágrimas que se filtran en la arena bajo un sol abrasador.