Aquella era una época en la que los reinos aparecían como setas y colapsaban como castillos de arena; una época en la que los héroes descendían fulgurantes como estrellas fugaces para instantáneamente desaparecer.
En ese entonces, tiempo después de que el sueño Rey del Desierto quedara sepultado bajo el manto de arena, hubo un ciego poeta errante de procedencia noble.
Mientras viajaba por el mar de arena, reunió poemas y relatos de los pobladores diseminados por el desierto.
Oyó historias sobre la caída de su tierra natal, sobre el príncipe que lo dejó ciego y que se sintió abrumado por el peso de un trono incapaz de soportar.
Escuchó la leyenda de la bailarina que ayudó a tantas personas a convertirse en reyes, para que luego quedaran enterrados por las tormentas de arena.
Escuchó el llanto de la arena donde antes había manantiales, y el viejo lamento de las ciudades-Estado reducidas a aldeas y tribus.
Escuchó la historia del príncipe exiliado, del destino de sus espadas gemelas y del asesino que se adentró en la espesura del bosque…
Todas estas baladas, tan inaprensibles como el agua y tan fascinantes como la arena, se grabaron firmemente en su corazón.
Desde las entrañas de las tórridas tormentas de arena, el sueño del desierto, largo tiempo muerto, volvió a surgir de los fragmentos de las baladas:
“En el otro lado del mar de dunas se erigía la residencia del Rey de las Arenas Escarlatas.
A un único trono convergían las calles como venas de oro repujadas.
Todos los caminos llevaban al Rey Deshret, de corazón noble y áurea mirada.
Pero se quebró entonces el gran sueño dorado, y el sol y la arena aquella mirada cegaron.
Como las arenas del tiempo, el negro abismo fue su destino, y el reino dunar a polvo gualdo fue reducido”.
El péndulo del destino nunca se paró ni un instante por la necedad de reyes o plebeyos, y los insignificantes reinos del
desierto y sus deleznables reyes al final acabaron siendo devorados por la arena.
Hubo un príncipe que, en su paranoia, construyó fuertes en los lindes del bosque para proteger el honor de las arenas.
Pero sus soldados y habitantes fronterizos al final se dispersaron, y su nombre se perdió como la arena en el viento.
Aquellos que habían perdido el sueño del desierto, pero eran reacios a abandonar el mar de arena, se reunieron en las ruinas
del estanque en el que se desenterraron las insignias regias usadas en las ejecuciones de criminales.
En nombre del mar de juncos que nunca existió, respondieron al sueño que les fue prometido…