Una flor silvestre blanca que solía cubrir toda la tierra.
No se ha marchitado en lo más mínimo y todavía emite una fragancia exquisita.
En los días en que la vida salvaje aún vagaba por la tierra y los monstruos no habían nacido,
la Cazadora usaba esta flor para cubrir su olor a humano.
La gente de antes solía decir que, para encontrar a la silenciosa y afable Cazadora,
bastaba con cerrar los ojos y seguir descalzo la ligera fragancia de aquella flor silvestre en el bosque.
Pero para no alarmarla con el crujir de las hojas, era de vital importancia caminar como lo hace un cazador.
También se dice que quien finalmente encontró a la Cazadora fue un niño.
En ese momento, el desastre cayó sobre el antiguo reino y la miseria se extendió por toda la tierra.

Un sombrero de cazador sin ninguna mancha de sangre.
Según el saber popular, perteneció al rey sin corona de los cazadores.
Nunca te conviertas en el enemigo de la tierra y los bosques. Esa es la regla de los cazadores.
En su lugar, un cazador debe convertirse en una parte silenciosa de la naturaleza.
Se dice que alguna vez un pájaro construyó su nido en este sombrero.
Nadie podría coronar a la mejor cazadora,
ya que lo único por encima de ella era la naturaleza.
En los momentos de mayor peligro,
su sombrero de cazador era la visión que más aterrorizaba a los monstruos.

Un recipiente duradero y a prueba de fugas.
La legendaria Cazadora solía usarlo para guardar los susurros que se escuchaban junto a las hogueras.
Una noche, percibió el olor de otro ser humano.
Como cazadora, no temía a las manadas de lobos ni a los monstruos.
Unirse a una charla junto a la hoguera era mucho más aterrador que enfrentarse a las bestias.
La Cazadora había olvidado hace mucho tiempo cómo hablar el lenguaje de los humanos.
Nadie le había escuchado nunca decir una sola palabra, ni siquiera después de aceptar convertirse en la Cazadora Verde Esmeralda.
Además, nunca dejaba rastro de nada.
Recogió las risas y charlas que escuchó esa noche y las guardó en su cantimplora.
Durante muchos años, cada vez que se sentía sola, solía escuchar las voces que salían de ella.

Una pluma de halcón brillante y reluciente. Alguna vez fue usada como cola de una flecha.
En el pasado, la Cazadora tranquilizaba a la presa que atravesaba con su flecha
hasta que su cuerpo retornaba silenciosamente a la tierra. En su corazón,
sabía que, algún día, ella partiría al mismo lugar que las almas de sus presas.
La Cazadora creía que al final de su vida se despertaría de la realidad,
y se reuniría con los difuntos en un interminable campo de caza.
Pero también creía que en el momento en que su flecha atravesó al monstruo que perseguía al niño,
ese campo sin límites se esfumó.
No fue por supervivencia o de forma natural, sino que lo cazó con odio y sed de venganza.
En ese instante, el inconmensurable campo de caza se le escapó de las manos.

Un dispositivo delicado que siempre indica el camino correcto.
La leyenda cuenta que, cuando la Cazadora caminaba descalza por el campo,
la hierba bajo sus pies le susurraba lo que veían los pájaros desde los árboles,
y el lodo que pisaba le contaba lo que oían las raíces de la tierra.
Pero también se dice que, después del desastre, la hierba y los árboles nunca más volvieron a hablar,
porque el dios de los bosques había muerto.
Desde entonces, la Cazadora dependió de este dispositivo para cazar.
A petición del niño, ya no cazaba bestias ni pájaros.
En su lugar, sus presas pasaron a ser los monstruos que trajeron destrucción y sufrimiento al mundo.