El forastero errante procedente de tierras doradas tenía el cuerpo adornado con las cicatrices de sus batallas.
Antiguo príncipe de una nación, acabó perdiéndose en un exuberante e intrincado laberinto.
Al percibir el hediondo olor a sangre del poder, el viejo Rey del Bosque no pudo evitar fruncir el ceño y suspirar.
La cazadora que portaba un arco blanco acudió a su llamada para cazar a aquel monstruo cuyo lugar no era el bosque.
Una tenebrosa sombra se cernía sobre la tierra mientras los susurros de la muerte se abrían paso a través del laberinto arbolado.
Siguiendo los pasos de aquel exiliado, las maldiciones se propagaron desde el mar de arena para engullir un territorio rebosante de vida.
A través de corredores y desfiladeros de colores esmeraldas, ella percibió en ese extraño olor el propósito de la llegada de aquel intruso.
Aunque estuvo deambulando entre sus recuerdos y sus ambiciones, al final se acabó extraviando en el caótico borboteo de las aguas y el trinar de las aves.
“¡Ya te he disparado con una de mis flechas, invasor insolente! Pero la próxima irá directa a tu corazón.
Vete de la selva y no perturbes los dulces sueños de nuestros niños. ¡Aquí no encontrarás la corona que tanto buscas!”.
Tal fue la advertencia que le dio la poderosa cazadora del bosque, de cuyas flechas y aguda mirada jamás se había escapado ni una sola presa.
Sin embargo, por alguna razón desconocida, bajó su gran arco unos centímetros y no disparó a aquel hombre desorientado.
Eso desconcertó al bosque, y los niños que se escondían en sus sueños exhalaron un suspiro ante el hecho de que no hubo derramamiento de sangre.
El Rey del Bosque, gran conocedor de todos los sueños, entendió la intención de la cazadora y lanzó un susurro que estremeció incluso a los árboles más grandes.
“Ese mortal no es igual que tú, pues procede de una sórdida tierra, tiene las manos manchadas de sangre y su corazón solo alberga engaños y delirios.
En cambio, el bosque solo acepta los sueños más inocentes y que la sangre sea derramada para cazar o por un sacrificio. Jamás tolerará las mentiras.
Si crees que aún tiene derecho a recuperar su honor en los laberintos del bosque, entonces llévalo a cortar la rama blanca.
Si lo consigue, la luna y las estrellas le otorgarán la más pura de las sabidurías y dejará atrás esos recuerdos y esos anhelos amargos como el vino”.
Así pues, la cazadora asió fuertemente su blanquecino arco e instó al forastero errante a adentrarse en las profundidades del bosque.
Solo la luna y las estrellas son testigo de lo que ocurrió después; unos eventos que solo los niños recuerdan vagamente en sus sueños.
Cuentan que, al final, aquel noble errante consiguió forjar para sí mismo una afilada espada de ramas blancas.
Y algunos niños afirman haber soñado que, después de eso, el hombre olvidó el nombre de su hogar, así como su sueño de convertirse en rey.
Desde entonces, el nombre del príncipe Faramarz se desvaneció en la selva y fue arrastrado por el viento de vuelta al desierto.